Vicio

. lunes, 2 de febrero de 2009

Después del desayuno un cigarrito -fumar es un placer sensuaaaal- , lo lías despacito y lo degustas mientras lees la prensa o el correo –electrónico, porque del otro sólo te llegan las facturas y las multas-. Lo mejor de los periódicos son los chistes, los obituarios, los crucigramas y el pitillo. Ese primero es de los mejores, con su mareo que ya no se repetirá hasta el día siguiente y que te recuerda aquellos inicios humeantes con tu primo, a escondidas de la abuela, o con los amigotes del barrio en el descampado de enfrente de casa. Te das un paseo matinal y mientras vas mirando la calle te encuentras al Carlos, que te ofrece un ducados, o una tiza, que diría Diego, que te sabe a los viejos tiempos, que son como todos los viejos tiempos de todo el mundo, ¡qué rico, chaval! Luego, mientras haces la comida te acompañas de aquellos versillos de Salvador Ángel Molinari: “Volutas de humo que flotan/ alrededor de mi cuerpo/ con qué simpleza se desintegran/ en cuanto las toca el viento”, y te producen una emoción especial sin la que las lentejas se echarían a perder.

Qué decirte del de después de comer, con su café y su modorra, digestivo catártico.

Los de la tarde son diferentes porque te toca currar, pero tienen su aquél, con su

salida al fresco gracias a la ley antiniebla; allí te encuentras con María, con Rosa y con Luis y no veas lo que cunden cinco minutos de conversación ahumada, como el salmón.

Al llegar a casa -si es que no han caído unas cañas previas donde has chiscado el mechero alguna que otra vez- es como ese güisqui de las pelis güenas, que mira tú que son alcohólicos los americanos, y toca acompañarlo con tango y canciones.

Mañana será otro día, pero los buenos humos seguirán rondándote.

Ya lo dejarás el próximo año, o el siguiente.

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